domingo, 29 de septiembre de 2013

A ver quién llega antes

Sonaba el timbre que indicaba el fin de las clases y los dos echaban a correr. No hacía falta que se dijeran lo de "a ver quién llega antes", se daba por hecho. Esa carrera siempre la ganaba ella. Cuando veía cerca el final se ponía cerca de la puerta, lista para correr. Le tenía dicho a su madre que aparcase cerca porque tenía que ganar. Él siempre llegaba al coche de su padre después que ella. La miraba y sonreía. A ver quién ganaba después.

Como vivían en el mismo edificio la llegada a casa era otra competición. Esta vez por pulsar el botón del ascensor. Él siempre recordaba el día en que ella tropezó en el descansillo y se partió el labio. Sangraba muchísimo. Así que corría, pero con precaución. Ganaba él. Ella nunca corría lo suficiente, el recuerdo del daño dura demasiado.

Él y su padre se bajaban en el segundo, mientras que ella y su madre continuaban en el ascensor hasta el cuarto piso. Todos los días, al salir del ascensor, él preguntaba: "¿Bajas luego?". Ella nunca contestaba. No recordaba cuando empezaron a bajar juntos a la calle, pero si lo hacían cada día por qué demonios preguntaba.

Chándal y zapatillas. Ambos. Ella siempre se cambiaba esa odiosa falda y él los zapatos que le dañaban los pies. Iban al puente a escupir a los coches, saltaban la valla del colegio para jugar al fútbol en la pista, construían cabañas, iban juntos a llamar al resto y un ratito antes de que llegase la hora de volver a casa pasaban por el quiosco, compraban unas golosinas y se las tomaban en el portal de su piso.

Allí esperaban a que se apagara la luz y se besaban. En la boca. Sin maldad. Con cariño. El mismo con el que se daban la mano en clase cuando les ponían alguna película. Todo era perfecto. Por fin un momento sin competir.

Cuando les obligaron a ser mayores todo acabó. Entonces ella ya no bajaba a la calle en chándal y él no la esperaba en el portal. El juego había terminado.

domingo, 15 de septiembre de 2013

Mezclados saben mejor

Hoy era él quien iba a comer a su casa. Su madre había preparado espaguetis, pero ella no había avisado a Pablo de que eran a la carbonara, solo había dicho que comerían espaguetis.

Cuando él vio aquel plato encima de la mesa, se asustó. Esos espaguetis eran blancos, ¿dónde estaba el tomate?

-¿Esto son espaguetis? -preguntó Pablo-.
-Pues claro. ¿No los ves? -replicó Claudia-.
-Pero yo pensaba que eran espaguetis con tomate, los de siempre.
-Pues no lo son. Son a la carbonara. Seguro que te gustan, mi madre cocina estupendamente.
-Ya...Pero llevan bacon y esa salsa...No sé.
-¡Tiene queso! ¡A ti te gusta el queso! ¿Por qué no los quieres probar?  Son unos simples espaguetis. ¡Siempre igual! Como cuando no quieres comer de las fresas que llevan azúcar.
Claudia se hartó de esperarle y empezó a comérselos ella sola. Le encantaban, no tenía por qué esperarle. Además, seguro que él se los dejaba. Mejor, así tenía para el día siguiente.
-¡Pero es que no me gusta el bacon!
-Pues no se lo puedes quitar. No comas. Quédate con tus espaguetis con tomate de toda la vida, que esos sí que sabes que te gustan de verdad.

Claudia fue al frigorífico, sacó el bote de tomate frito y lo echó por encima de los espaguetis de Pablo. Él sonrió. Le encantaba verla enfadada, así que se comió los espaguetis.

Y no le gustaron, pero le hicieron feliz.

domingo, 8 de septiembre de 2013

Lentejas.

Empezaré por contarte algo que sí que se hacer bien y, eso es, hacer las cosas rematadamente mal. Exagero, sí. En mi día a día, lo hago todo bien. En lo demás, todo mal. Y sí, exagerar está entre esas cosas.

Como siempre me gustó controlar mi vida, no soporto ver cómo se me escapa de las manos. Y más si es por una decisión mía. Yo cambiando las cosas, yo cambiando mis cosas. Increíble, pero cierto. Eso sí, cabezota como yo sola. Cuando se toma una decisión, no se mira atrás. No sé quién me lo enseñó, pero así lo creo. "¿No querías lentejas? Pues ahora te las comes".

Y con gusto, por algo son mi comida favorita. Las he aprendido hacer perfectamente, como todo lo de mi día a día. Decidí comer lentejas y me daba igual si me amargaban. O me empacharan. Las quería.

La pena es que mis favoritas son las que hace mi madre y ella, ahora, está lejos y no quiere hacérmelas. Así que tampoco las puedo compartir. Por eso, prefiero sentarme y odiar. Odiar como veo que todo se me escapa.